from The Science of Departures
I. One-Way Ticket
Adalber Salas Hernández, translated by Robin Myers
We study the departure screen and
the next flight
and the next
and the next,
each taking off with the same
deaf precision, like obedient children,
fearing the divine and punishing hand. The sky won’t
embrace them as devoutly as they think;
all it offers is insomnia, turbulence,
and sedatives to navigate the clouds
without panicking.
Lines of people, luggage, handbags,
tickets, memories strewn like sawdust
across the floor. All
impatient, with a nervous hunger
that empties things out from the inside, gifting them
the hard paradise of waiting
and escape.
Airports, hospitals, the same harsh
spotlessness, the same grayed light, as if
all that white could eclipse
the bodies as they come and
go, cancel out the excreted fluids,
the tender sweat
that’s ultimately the only evidence
of our passing through here.
There’s not a single organ made
for vanishing like this. Just the body trimmed-down,
uncomfortably neat, barely recognizing
itself in the flight number, the gate
number, the skinny air
we choke on in the pre-op.
(But meanwhile,
who designs these entry forms, who selects
the ticket font and size, who
instills them with their taste for getting lost?)
The body,
knot of valves, fatty matter, taut with ligaments.
The body stupefied by the engines’ lilt,
the noise of hungry time
scratching seams into our flesh.
That’s the sound of hunger: like the next flight.
Then I look at your hands, which are always
damp and blunt
the cutting edge of everything they touch.
I watch their skin, astonished and afraid,
as they grip your ticket, check
your pockets
for your papers,
holy cards with saints and votives on offer—
as the airport ceiling
lifts and starts to fly, baring us
beneath the sky of sand.
I
(Pasaje de ida)
Miramos la pantalla de salidas y el
próximo vuelo
y el próximo
y el próximo,
todos despegando con la misma
precisión sorda, como niños obedientes,
temerosos de la mano divina que castiga. El cielo no
los abrazará con la devoción que suponen;
sólo les guarda insomnio, turbulencias,
ansiolíticos para navegar a través de las nubes
sin entrar en pánico.
Filas de gente, maletas, bolsos,
tickets, recuerdos regados como aserrín
por el suelo. Todo
con impaciencia, con un hambre nerviosa
que vacía las cosas desde adentro, regalándoles
el paraíso duro de la espera
y la huida.
Aeropuertos, hospitales, la misma pulcritud
áspera, la misma luz encanecida, como si
toda esa blancura pudiera
eclipsar los cuerpos que van y
vienen, cancelar los fluidos que se excretan,
el sudor blando
que a fin de cuentas es el único testimonio
de nuestro paso por aquí.
Ni un solo órgano hecho
para esta fuga. Apenas el cuerpo recortado,
incómodo de tan nítido, reconociéndose
a duras penas en el número del vuelo, en
la puerta de embarque, el aire flaco con el que
nos atragantamos en el preoperatorio.
(Y a todas estas,
¿quién diseña estas planillas de ingreso, quién escoge
la tipografía de los boletos, su tamaño, quién
les inculca esta inclinación a traspapelarse?)
El cuerpo
nudo de válvulas, materia grasa, tensado por ligamentos.
El cuerpo embrutecido por la cadencia de los motores,
el sonido del tiempo hambreado
que nos rasga vetas en la carne.
Así suena el hambre, como el próximo vuelo.
Entonces miro tus manos, que siempre
están húmedas y le
roban el filo a todo lo que tocan.
Miro su piel asombrada, temerosa mientras
aprietan el pasaje y revisan
que los documentos de
identidad sigan a salvo
en los bolsillos,
estampitas de santos y exvotos por ofrecer
–mientras el techo del aeropuerto
se levanta y echa a volar, dejándonos
calvos bajo el cielo de arena.